jueves, 13 de mayo de 2010

Nostalgia del recuerdo

No quiero más que estar sobre tu cuerpo
como lagarto al sol los días de tristeza.
José Ángel Valente

Cuando éramos adolescentes preferíamos jugar a solas. Vivíamos a tres casas de distancia, nuestras madres (ambas madres solteras), percibían la relación como algo que quizá siempre temieron pues nos inculcaron nunca mentirles aunque se tratara de algo inconfesable. Con frecuencia, sin vislumbrar los alcances de sus palabras estimularon nuestros deseos.

Compartir la misma secundaria, elegir comida aderezada con chile y preferir los espacios aislados nos diferenciaba. El rojo definitivamente nos excitaba, nunca lo confesamos; sin embargo, lo sabíamos. Después de tomar clases en ese sitio tan absurdo lleno de seres parecidos y desiguales, corríamos a la sombra del pino que poco a poco se convirtió en el cómplice incorrupto. Posterior a ello, iniciaba el beneplácito, era un cosquilleo parecido al de Historia del ojo. Los días especiales salpicábamos el uniforme de impetuoso frenesí. Con sutileza nos proporcionamos caricias al por mayor aquellos lejanos días. El deleite de los cálidos besos se anteponía al palpitar desbocado por la incertidumbre y temor sólo conocidos al amar en secreto, junto con el encanto regido por apetitos inadmisibles dada la jodida doble moral de la sociedad que nos tocó habitar.

Frotar nuestros pueriles cuerpecitos al principio fue un hallazgo, con nitidez recuerdo la intensidad gradual que recorría mi piel cada vez que Mónica lengüeteaba mis recovecos apiñonados, su correspondencia me sugería morderle la espalda con esmero mientras la parte frontal de su vaginita y sus cerecitas se crispaban de embeleso al contacto de mis labios.

Los otros días eran dedicados al paciente arte de la contemplación. Alguna vez leímos sobre la caducidad del amor, por tanto, decidimos racionarnos, de cualquier forma gozamos con plenitud a través del inexperto ingenio de los diez años. Me ponía fuera de mí con verle y olerle y besarle y murmurarle cuánto sentía reprimirme y forzarla para no permearnos de hastío, por supuesto que a veces, sucumbir era preferible a colapsarnos con tanto furor buscando salida, otras, la angustia por la llegada de las señoras madres me obligaba a medio acariciarle las pocas partes vulnerables que me permitía el uniforme (que no eran pocas), el cual, por fortuna, consistía en una falda gris tableada y predilectamente corta, una blusa blanca que se sigue abotonando por delante y las clásicas calcetas largas con zapatos negros. Al llegar a casa la primera regla que debíamos atender era cerrar el portón y la puerta principal con llave para escuchar la presencia de la interrupción. La siguiente era quitarnos la ropa interior y meterla entre los útiles –debo precisar que quien con frecuencia la guardaba era yo, pues los encuentros ocurrieron casi todos en su casa-, nos amáramos o nos contempláramos.

Las prácticas amorosas se prolongaron bajo el mismo rigor hasta dos años más tarde. Un mal día el profesor de “Orientación…”, nos pescó acariciándonos atrás del salón, motivo que lo condujo hasta la casa de mi Dean Moriarty para hablar con su madre primero y con la mía después. El castillo empezó a desmoronarse, los constantes susurros no tardaron en aparecer, esa especie de asco al querer evitar el mínimo acercamiento con nuestros cuerpos o mirada nos hacía reforzarnos como dos seres extraordinarios, inaceptados y fuera de lo que la “santa madre iglesia” dictaba como bienvenido para la unión del amor. Mi apetecible Billy Eliot sufría las imparables embestidas de quienes no respetaban la decisión, quizá por ignorancia, miedo o repudio: ¡Nada ni nadie nos detendría salvo la propia muerte de aquello que nos inyectaba vitalidad! Pensaba entonces.

Las visitas del entrometido a los hogares “bien” se generalizaron, las razones comenzaron a adolecer de importancia, incluso, establecimos un acuerdo con él –No moleste a las señoras madres con tonterías personales maestro Quiroz, ya tienen suficiente resistiendo la vida solas-, lo comprendió de inmediato, paulatinamente entablamos un código que permitiría lo que viniera…, por las tardes, cuando en teoría salíamos a la biblioteca, comenzamos a darnos unas encerronas magistrales, conocimos con el “maestro” los entresijos sombríos e ignorados de nuestras ganas. Acostumbramos por un largo tiempo llegar a su casa con disfraces, dos púbers queriendo impresionar a un viejo perro pederasta. Llegábamos preguntando por el jardinero y terminábamos destilando leche por todos los hoyitos. Recibí mis mejores cunilingus en aquel voraz laberinto, mi Marilow y yo permitimos instruirnos por él, mientras su boca me masajeaba la piel de palmo a palmo, mi temeroso laberinto lo recibía y rechazaba al compás de Charlie Parker, ¡Oh mi amado Bataille, apuesto tu júbilo sabiéndome entre tus mejores aprendices!...

Las circunstancias exigían equilibrio, pronto se decidió por mi madre: Una mujer de carnes ávidas, con amplias experiencias y lengua insaciable. Esa era la mujer que cuando supo de mis amores entrelazados quiso extorsionarme y preferí huir a asumir como propia su doble moral. Prometió no decir nada a la señora Reyes pero puso como condición inapelable no volver a saber de mí hasta haberme “reformado”. ¡Me facilitaba el “perfil”, era cuestión de buscar el brebaje mágico que me convirtiera en lo que ella deseaba, pobre señora de Quiroz, tan carente de sensibilidad humana, tan ultrajada por la vida!

Marcharme en busca de una preferencia sexual distinta a la que me hacía vibrar significaba pretender abanderar apariencias. Mi primer amor destapó el torrente pasional que me precisó cuando joven, supe a la vez que los apetitos de los seres como yo no serían tolerados ni respetados en una familia forjada bajo prejuicios ancestrales.

En más de veinte ocasiones, para disfrutarnos bajo el agua Samanta y yo pedíamos permiso para en hipótesis, ir a leer poesía a la biblioteca central -se sentían madres especiales por saber que a sus retoños les interesaba la literatura, más aún, la poesía (aunque no conocieran ni jota intuían algo bueno), en repetidas tardes lo anterior sucedió; no obstante, lo leído fueron obras eróticas en su mayoría-. Sabíamos con certeza que las tardes libres de aquellas dos mujeres se convertían en el pretexto perfecto para ir al cine -y sentirse liberadas de los lastres que significamos desde que los respectivos progenitores decidieron evadirlas-, citarse con sus galanes en turno, echarse unas copas al calor del pésimo gusto musical del dueño de la cervecería Victoria mientras se contaban sus últimas desilusiones fogosas, alusivas a los tantos hombres que habían conocido en aquellos desagradables lugares.

Con tanto dolor, frustración y posterior a una grandiosa tarde-noche de parranda, llegaron un día lo bastante ebrias para no percatarse de los desnudos cuerpos que las recibieron -Marcel y yo habíamos eyaculado dentro de la piscina minutos antes de abrir el portón-, en cuanto vi las tersas piernas de la señora Reyes supe que debía rendirles tributo al desvestirla, acostumbrábamos en esas situaciones, cada una extasiar a la que fuera, de todas formas podíamos intercambiárnoslas sin que opusieran resistencia. Aquella mañana mi amante fortuita recibió el crepúsculo matutino húmeda y oliendo a flores luego de haberla tratado como a la propia Marquesita de Loria. Sus labios amoratados evidenciaban ríos navegados, a cada chupada se me ofrecía y negaba cual víctima del mal de Estocolmo a su verdugo. Sus arrebatos se imponían al momento de levantarle las piernas para mi mejor intervención dedal y de sorbos infinitos que desembocaron en deliciosos torrentes blancos sin freno, esa noche gozamos desquiciadamente, las bocas oliendo a reciente y antiguo sexo unieron sus fuerzas para resplandecer en el rito amatorio menos esperado, habiéndonos fundido ya desde siempre.

Esa mañana las tres amanecieron trémulas y relajadas. Simona y yo prolongamos el papel asumido por la noche y les preparamos el desayuno. Las primeras miradas denotaron entre confusión y regocijo, mi madre recordó siempre aquella noche como un cuento fantástico…, la señora Reyes omitió comentarios; no obstante, pude ver en su ojos anhelos silenciosos por trasladar a su realidad periódicos encuentros como aquél, lo cual evidenció estar lo suficientemente despabilada la noche del cuadro…

El señor Quiroz había perdido el interés en mi señora madre; y sus aprendices en él. El escenario era claro así que invertía su tiempo en beber, fumar y cogerse a cuanto culo se le ponía enfrente. Mi madre continuó fingiendo ser la esposa, sin descuidar por supuesto, a los otros que también fingían interesarse en ella. La señora Reyes trataba de saciar sus ganas con los ligues que pescaba en el bar El último tiro, frecuentado en su mayoría por gente adulta: Enfermos de soledad perenne, desahuciados de la vida y la muerte. Nadie terminó con nadie.

Anaís se alejó de su enfermiza madre un año después de mi partida. Volvimos a encontrarnos en Perú un siete de diciembre, habían pasado cinco años desde la última vez que nos juramos entrega incondicional. Salió en mi búsqueda pero se le atravesaron otras experiencias. En Jalisco se enamoró de un taxista que a la hora del sexo imploraba le jugueteara el culo con el dedo embadurnado de vaselina, resultó un fraude su atractivo doble discurso pues pedía para sí olvidándose por completo de la humanidad. El tedio comenzó a invadirla así que cogió sus tres pertenencias y se fue a ligar a la plaza, una vecina de la pocilga donde el taxista la tenía alojada la puso al tanto del movimiento. Por fortuna, Ignatius iba cogiendo por el mundo envidiables prácticas, se lió a una cubana de su tipo o mejor dicho, de mi tipo: Alta, de mi color de piel, cabellos sin prisa, nalgas con libertad propia y lo mejor; avidez por conocer cuanta maravilla existiera.

Yo llegué a Perú buscando una aventura, una de esas virtuales. Ámbar impartía clases de literatura en la Universidad Autónoma del Perú, era una mujer de pensamiento agudo, conocedora de letras, devota de las artes amatorias. Por Internet me invitó a pasar unos días en sus brazos, el plan era conocernos, intercambiar uno que otro tiempo y si nos gustaba podíamos estar lo que deseáramos. El primer mes fue el mejor, nos lo dedicamos completito. Ámbar era furia y ternura a la vez: Tenía la boca más cálida y fascinante de todos los mundos, me succionaba cada rincón con inigualable habilidad, y su espalda, ¡Ay, tenía en la espalda los trazos perfectos para el Marqués de Sade! Ámbar me hacía enloquecer con la sensualidad de sus movimientos, me deshacía con sólo desasirle una a una las prendas que tan valioso tesoro resguardaban: La exquisita piel del amor.

El octavo año me propuso compartirnos. Me sedujo la imagen y acepté. No fue nada bueno, Ámbar terminó sola y yo sin voluntad, caminaba sin brújula una madrugada de frío quemante, pensaba que mi vida se había salido de mis manos y aún lo disfrutaba, pensaba en mi madre y aquella noche…, en México, en la violencia racionada y abrupta de la que me habló Cierto Chico, pensaba en el tiempo y la búsqueda de lo inexistente cuando Janis me tomó la oreja derecha y me aterrizó de tajo. Era un día especial sin duda, era un siete ¿era ella lo buscado y encontrado? No. Después de hacer planes y fumar y llorar por La vuelta de tuerca, me sentí exactamente igual y no entendía mis reproches ni la miseria en que había caído y de la cual no me esforzaba por salir.

Me sentí un ser aniquilado. Quise volver a México pero se me atravesó nuevamente un cuerpo, uno de esos que no te sueltan hasta que te exprimen todo lo que tienes, lo recorrí todo con la lengua ansiosa del suicida, lo solté igual de vacío como lo encontré porque un sonido muy fino se instaló en mi mente y entendí que se trataba de la señora madre gritando mi nombre. Cuando llegue a la calle Libertad supe que mi compañera de correrías infantiles había sido asesinada en Perú por una catedrática de letras de la Universidad Autónoma. Le había cortado la lengua, se la guardó en la vagina y le cosió los pliegues, la golpeó con un martillo en la cabeza hasta batirle los sesos en el piso. Entonces comprendí que nunca sabes lo que te falta hasta que te duele mucho.

Sé que es mi madre la que viene una vez al mes porque me habla de instantes que se esfuerzan solos por quedarse en este viejo pensamiento cansado y hastiado de cuadros que proyectan una sola imagen siempre: Una chica vestida con falda gris tableada y corta, blusa blanca con botones por delante y calcetas largas con zapatos negros, bailando al ritmo de toqueteos dentro de una alberca con agua azul brillante y roja.

1 comentario:

  1. Bienvenida al club de los Bloggeros, donde siempre pierde el que mas descubre!!!

    Saludos Lirio, un abrazo.

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